Pues verá, compadre, esta historia me pasó hace ya unos años, cuando yo vivía en un pueblito perdido entre montañas, llamado San Jerónimo. Un lugar tranquilo, de esos donde el tiempo parece caminar lento, pero donde las noches guardan cosas que uno prefiere no mencionar muy seguido.
Era una noche sin luna, negra como boca de lobo. Yo venía de la parcela, cargando unos sacos de maíz en mi burro, y aunque ya era tarde, no tenía miedo porque conocía bien el camino. O eso creía.
A mitad del sendero, justo donde pasa un arroyo seco que dicen tiene siglos de estar muerto, el burro se detuvo en seco. Por más que le jalé la rienda y lo empujé, no quiso dar un paso más. Empezó a rebuznar bajito, como asustado, y fue entonces que lo vi.
Era un hombre, o al menos eso parecía, sentado sobre una piedra grande, como esperando a alguien. Llevaba un sombrero tan ancho que le cubría toda la cara, y un poncho viejo que le colgaba hasta los pies. Yo le saludé, porque en el pueblo siempre nos saludamos entre conocidos y extraños.
—Buenas noches, ¿espera a alguien?
No respondió, pero se puso de pie. Y cuando lo hizo, compadre, su sombra se alargó tanto que parecía alcanzar los árboles. Yo quise seguir de largo, pero cuando intenté moverme, mi burro se echó al suelo, temblando como si hubiera visto al mismo diablo.
El hombre se giró hacia mí, y entonces lo vi claro. No tenía rostro. Era solo una oscuridad vacía, como un agujero que absorbía la poca luz de las estrellas.
—Estás tarde —me dijo con una voz ronca, como si hablara desde el fondo de un pozo.
Yo no sabía qué responder. ¿Tarde para qué? Apenas y pude murmurar algo cuando lo vi levantar una mano esquelética, larga, con dedos que parecían ramas secas. Señaló hacia el arroyo seco y me dijo:
—Tienes que ir. Ya te están esperando.
Sentí que se me helaba la sangre, pero no podía moverme. Algo, una fuerza que no era mía, me obligó a mirar hacia el arroyo. Y ahí estaban, compadre. Sombras. Decenas de sombras con formas humanas, pero sin ojos, sin boca, sin nada. Solo manchas oscuras que se movían lento, como si flotaran.
—Ven con nosotros —dijeron todas a la vez, con una voz que no era voz, sino un murmullo que se metía en los huesos.
Juro que intenté rezar, pero las palabras no me salían. Cerré los ojos, apreté los dientes y, sin saber cómo, logré soltar al burro, que salió corriendo como alma que lleva el diablo. Yo lo seguí, tropezando, cayendo y levantándome, mientras sentía que esas sombras venían detrás de mí, susurrando cosas que no entendía pero que me llenaban de miedo.
No sé cómo llegué a mi casa. Mi madre me encontró en la puerta, temblando y cubierto de tierra. Le conté todo, pero ella solo me hizo callar y me dio un rosario, diciendo que no debía volver por ese camino de noche.
Desde entonces, compadre, no paso cerca de ese arroyo. Y cuando lo cuento, nadie me cree, pero hay algo que me atormenta aún. Esa noche, cuando intenté dormir, sentí un peso en mi cama, como si alguien se hubiera sentado junto a mí. Abrí los ojos y ahí estaba, el hombre sin rostro, mirándome desde el rincón de mi cuarto.
Desde entonces lo sueño, y siempre me dice lo mismo:
—Tienes que venir. Todavía te están esperando.
Créditos: El Cuentacuentos