11/09/2025
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En el corazón de la densa selva, donde las sombras se alargan al caer el sol y los árboles susurran secretos ancestrales, serpenteaba un río oscuro y profundo al que los habitantes del pueblo cercano llamaban «El río del muerto». Nadie sabía exactamente por qué lo llamaban así, pero las leyendas decían que en sus aguas frías reposaba el alma de un hombre maldito, condenado a vagar por la eternidad.
En una noche sin luna, la joven Ana caminaba por la orilla del río, empujada por una mezcla de curiosidad y desafío. Había escuchado las historias desde niña: cómo, al caer la noche, el río se volvía negro como el carbón, cómo a veces el agua susurraba su nombre y cómo algunos aseguraban haber visto una figura pálida caminando bajo la superficie, con ojos vacíos y manos extendidas, como si intentara escapar de un destino del que no había salida.
Ana, desafiante por naturaleza, había decidido comprobarlo por sí misma. «Son solo cuentos de viejas», se repetía mientras avanzaba por el borde del agua. Pero cada paso que daba, cada crujido de las hojas secas bajo sus pies, hacía que su corazón latiera más rápido. Sentía una presencia, una sensación de que no estaba sola, aunque sabía que no había nadie más alrededor.
El aire se volvió denso y frío, y una niebla espesa comenzó a alzarse del río, envolviendo todo en un manto gris. Ana se detuvo, sintiendo cómo la humedad calaba sus huesos. Se acercó al borde del agua y se inclinó, intentando ver más allá de la bruma. Su reflejo en el agua era apenas un espectro borroso.
De repente, el río pareció moverse con vida propia. La corriente, que antes era suave, se tornó turbulenta. Ana retrocedió un paso, pero algo la llamó de vuelta. Un murmullo, apenas audible, que parecía venir desde lo más profundo del agua.
—Ayúdame…
Ana sintió un escalofrío recorrer su espina dorsal. Miró alrededor, pero no había nadie. De nuevo, el susurro surgió, más claro esta vez.
—Por favor… ayúdame…
El río se volvió más oscuro, y una figura comenzó a emerger lentamente de las profundidades. Primero fue una mano, pálida y huesuda, que se alzó del agua, seguida de un brazo delgado cubierto de algas. Ana retrocedió instintivamente, pero su mirada permaneció fija en la figura que emergía.
Era un hombre, o lo que quedaba de uno. Su piel era blanca como la luna, y sus ojos, huecos y oscuros, parecían agujeros negros que absorbían toda la luz a su alrededor. Sus ropas eran harapos empapados, y sus manos se extendían hacia Ana con desesperación.
—Ayúdame… —repitió la figura, su voz un eco de dolor.
Ana, paralizada por el miedo, apenas podía respirar. Quería huir, pero algo en la voz del hombre la detenía. No era solo miedo lo que sentía; era compasión, un sentimiento extraño y desgarrador.
—¿Quién eres? —logró preguntar, su voz apenas un susurro.
—Soy… el muerto —respondió él, con voz quebrada—. Estoy atrapado aquí… desde hace tanto tiempo… Nadie me recuerda… Nadie me ayuda…
Ana dio un paso atrás, pero la figura avanzó hacia ella, moviéndose sobre la superficie del agua como si flotara. El viento se detuvo, y el bosque quedó en un silencio absoluto, como si el tiempo mismo se hubiese detenido.
—Ayúdame… —insistió la figura, extendiendo sus manos huesudas hacia ella.
Ana sintió un impulso inexplicable de acercarse, de tocar esas manos frías y quebradizas. Una voz en su cabeza le decía que se alejara, que corriera, pero otra, más suave, le susurraba que el hombre solo buscaba paz.
Antes de darse cuenta, sus pies ya estaban en el agua, avanzando hacia él. Las manos del muerto la tomaron con fuerza. El frío era insoportable, una sensación que quemaba como hielo. Ana trató de retroceder, pero sus pies ya no respondían. El hombre la miró, sus ojos vacíos llenos de tristeza infinita.
—Gracias… —dijo él, mientras tiraba de ella con una fuerza inhumana.
Ana sintió el agua subir por su cuerpo, entrando en su boca, llenando sus pulmones. Trató de gritar, pero su voz se ahogó en un gorgoteo de burbujas. La oscuridad la envolvió mientras era arrastrada hacia las profundidades.
Cuando la encontraron al día siguiente, su cuerpo yacía en la orilla del río, pálido y rígido. Sus ojos estaban abiertos, llenos de un terror indescriptible. Pero lo más inquietante era la expresión en su rostro: una mezcla de horror y… ¿compasión?
Desde ese día, el río del muerto se volvió aún más temido. Los habitantes del pueblo hablaban de dos sombras que caminaban bajo la superficie, de dos voces que susurraban en la noche, pidiendo ayuda. Y, en las noches sin luna, cuando el río se oscurece más allá de lo natural, nadie se atreve a acercarse, por miedo a escuchar el lamento de los muertos que buscan compañía en su soledad eterna.

Tomado desde Relatos y leyendas de terror