15/12/2025
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Me llamo Clara y he pasado toda mi vida buscando respuestas a preguntas que nadie parece querer contestar. Era adoptada. Cuando decidí mudarme al pueblo donde había nacido mi abuela Meli, no esperaba encontrar mucho más que polvo, viejos recuerdos y el eco de un pasado que parecía sepultado. Pero me equivoqué.

Todo empezó el día en que descubrí la casa.

Era un lugar pequeño, al borde de un bosque que se extendía como un mar verde hasta donde alcanzaba la vista. Las paredes de piedra estaban cubiertas de musgo, y la huerta que mi abuela tanto había amado estaba ahora llena de maleza. Pero aún así, había algo en ese lugar que me llamaba, como si estuviera esperándome.

Mi abuela Meli había muerto hacía años, llevándose con ella un misterio que nadie entendía: la muerte de Emilio, su esposo. Aquel hombre, un artista humilde y bondadoso, había aparecido muerto una tarde en la huerta, y nadie nunca supo por qué ni cómo. Todo lo que me habían contado era que Meli pasó el resto de su vida sola, mirando por la ventana como si esperara a alguien.

Esa primera noche en la casa, no pude dormir. Había un silencio extraño, pesado, que parecía llenar cada rincón. Me levanté y fui al porche, buscando aire fresco. Fue entonces cuando lo vi por primera vez.

Un hombre.

Estaba parado al borde de la huerta, con un sombrero y un traje marrón que parecía sacado de otra época. Lo observé, inmóvil, sintiendo cómo el corazón me latía con fuerza. ¿Quién era? ¿Qué hacía allí? Pero antes de que pudiera llamarlo, desapareció.

A la mañana siguiente, decidí limpiar la huerta. Mientras arrancaba las malas hierbas y removía la tierra, encontré algo: un anillo. Era sencillo, de oro desgastado, pero reconocí el grabado en su interior. Eran las iniciales de Emilio y Meli. Lo sostuve entre mis dedos, sintiendo una conexión extraña, como si el pasado estuviera tratando de decirme algo.

Esa noche, lo volví a ver. Esta vez, estaba más cerca.

“¿Quién eres?” le pregunté, mi voz apenas un susurro.

Él no respondió, pero sus ojos me miraron con una tristeza tan profunda que sentí un nudo en la garganta. Luego, como antes, desapareció.

No fue hasta días después que comprendí la verdad. El hombre que veía no era alguien de carne y hueso; era Emilio. Supe que estaba atrapado aquí, en esta casa, esperando que alguien descubriera lo que le había ocurrido.

Empecé a investigar. Revisé las viejas cartas de mi abuela, sus diarios, cualquier cosa que pudiera darme una pista. Fue entonces cuando lo entendí: el hombre del sombrero marrón no era Emilio, sino alguien más, alguien que había estado vigilando a Meli antes de la tragedia. Un rostro en las sombras, un peligro que ella no pudo evitar.

Una noche, mientras dormía, sentí un frío inusual en la habitación. Al abrir los ojos, allí estaba él, Emilio, mirándome desde el otro lado de la cama.

“Gracias,” me dijo, su voz como un eco lejano. “Por no olvidarnos.”

Mi corazón se aceleró. Sentí su presencia como algo cálido, reconfortante, y supe en ese instante que estaba enamorándome de él. Era absurdo, imposible, pero no podía negarlo.

Pasé días hablando con él, conociendo su historia, y cada palabra que compartíamos me hacía desear que pudiera quedarse para siempre. Pero Emilio sabía algo que yo no quería aceptar: estaba atado a este lugar por el peso de un crimen que aún debía resolverse.

Fue entonces cuando encontré la verdad. Una carta olvidada, escrita por Meli y nunca enviada, revelaba todo: el hombre del sombrero marrón había sido un viejo conocido de la familia, alguien que envidiaba el amor de Meli y Emilio. Fue él quien le quitó la vida en un arranque de celos.

Cuando le conté a Emilio lo que había descubierto, su rostro cambió. Por primera vez, lo vi sonreír, y aunque sentí una alegría inmensa, también supe que significaba el final.

“Ahora puedo descansar,” me dijo.

“No quiero que te vayas,” le susurré, las lágrimas corriendo por mis mejillas.

“Siempre estaré contigo,” respondió. Y entonces desapareció.

Hoy, la huerta está llena de flores. Cada vez que el viento sopla, creo escuchar su voz entre los árboles, recordándome que el amor puede trascender el tiempo, incluso cuando pertenece a mundos distintos.

Crédito a quien corresponda…