Habían pasado dos semanas desde que mi hijo desapareció. La angustia, la impotencia y el miedo de no saber dónde estaba, se convirtieron en compañeros constantes de mis días y mis noches. Como cualquier madre desesperada, acudí a las autoridades, reporté su desaparición y participé en cada búsqueda organizada por la policía. Pero, por más esfuerzos que realizáramos, parecía que mi hijo se había desvanecido sin dejar rastro. Con el corazón roto y desbordada por la tristeza, acabé por rendirme. Recuerdo claramente el momento en que le pedí a los oficiales que dejaran de buscar; les dije que era inútil, que no encontraríamos más que vacío.
Sin embargo, los policías no estaban dispuestos a rendirse tan fácilmente. Una semana después, mientras me encontraba abrazada al silencio de mi casa, un par de oficiales se presentaron en mi puerta. Sus sonrisas triunfantes anunciaban una noticia inesperada y, enfrente de ellos, estaba mi hijo. Dijeron que lo habían encontrado caminando por el bosque a las afueras de la ciudad. Su ropa estaba en condiciones lamentables, deshecha y cubierta de tierra, pero su cuerpo no mostraba ni un solo rasguño. Lo dejaron conmigo y se retiraron, tan seguros de haber hecho su trabajo que no notaron mi desconcierto.
Lo primero que pensé fue que todo había sido un mal sueño, que finalmente había despertado de la pesadilla. A primera vista parecía mi hijo. Sus ojos, su voz, cada uno de sus gestos, eran idénticos a los de mi pequeño. Volvió a llamarme «mamá» con la misma inocencia de siempre, pero algo en mi interior estaba profundamente perturbado.
Porque, ya les digo, ese no es mi hijo. Por favor, créanme cuando les digo que él NO es mi hijo. Desde el día que llegó, el sueño ha huido de mí. Cada vez que mis párpados comienzan a cerrarse, despierto de un sobresalto, con un escalofrío recorriéndome el cuerpo como si un hielo se deslizara sobre mi piel.
Hay momentos en que, en el tenso silencio de la noche, puedo sentir su mirada. Lo he visto parado en el marco de mi puerta, observándome mientras pienso que estoy a salvo en mi cama. Cada vez que alzo la vista para enfrentar esa mirada penetrante, él simplemente desaparece, como si nunca hubiera estado allí.
¿Por qué estoy tan segura? ¿Por qué insisto en que este niño no es mi hijo? Porque hace dos semanas, yo misma, en un acto de desesperación y horror indescriptible, asesiné a mi hijo. Con mis propias manos lo arranqué de este mundo y lo enterré en el corazón del bosque.
Así que, por favor, tienen que creerme. Sea lo que sea, ese ser que está ahora en mi hogar, ese que se hizo pasar por mi niño… no es mi hijo
Derechos reservados ©️