11/09/2025
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En mi pueblo todos sabían que no era buena idea acercarse al arroyo después de la medianoche. Decían que por ahí pasaba La Llorona, buscando a sus hijos, arrastrando su pena entre los árboles y el agua estancada.

Una noche, mi tío Rubén, era un joven del pueblo, apostó con sus amigos que iría solo hasta el puente del arroyo y grabaría algo para probar que era puro cuento de viejos. Con su celular encendido y riéndose de los demás, se fue entre risas y bromas.

A los pocos minutos, el grupo dejó de oír sus carcajadas. En su lugar, empezó a escucharse un llanto suave, agudo… un “¡Ay, mis hijos!” que venía con el viento, cada vez más fuerte. Los muchachos corrieron, pero uno de ellos, su mejor amigo Mateo, decidió ir tras él y no dejarlo solo.

Al llegar lo encontró tirado junto al puente, pálido, temblando y con los ojos llenos de terror. No podía hablar bien, pero repetía una y otra vez:
—No tenía cara… no tenía cara…

Cuando revisaron el video del celular, solo se oía el agua… y de fondo, una voz femenina llorando. El video se cortó justo cuando mi tío gritó.

Desde entonces, nadie volvió a hacer apuestas tontas en pueblo, el miedo ocasionado por la acción imprudente de mi tío hizo que la leyenda cobrara un respeto entre todos. Ahora todos saben que, cuando el aire huele raro y el llanto viene del arroyo, es mejor cerrar la puerta y rezar.