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«MICAELA Y LA BRUJA»

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Micaela cerró de golpe la puerta de su cuarto, ajustándose el vestido con movimientos bruscos. Su hijo, Alonso, de cinco años, estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, los ojos hundidos por el hambre y el frío.

—¡Levántate de ahí, que pareces un perro! —le gritó sin mirarlo, mientras buscaba su bolso entre la pila de ropa sucia.

El niño se puso de pie con dificultad y la observó con ojos esperanzados.

—Mamá, ¿puedo comer algo? —preguntó en un hilo de voz.

—¿Acaso no has comido ya pan y sopa? ¿Qué más quieres? —le espetó, dándole un empujón que lo hizo tambalear—. Además, no he tenido tiempo de comprar nada.

—Tengo hambre… —susurró Alonso, apretándose el estómago.

Micaela se volvió hacia él con una mirada cargada de ira.

—¿Y crees que a mí me importa? ¡Te vas a la cama ya mismo! —lo tomó del brazo y lo arrastró hasta el rincón donde solía obligarlo a dormir en el suelo, apenas cubierto por una manta rota.

—¿Cuándo vuelves, mamá? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.

—Cuando me dé la gana. ¿Qué te importa? —gruñó, agarrando su bolso y saliendo de la casa.

Era una rutina que se repetía con frecuencia. Si no lo castigaba con gritos y golpes, lo bañaba con agua helada para “enseñarle a no molestar”. El niño se quedaba solo durante días, sobreviviendo como podía, mientras Micaela se iba de fiesta con sus amigos.

Horas después, Micaela caminaba tambaleándose por un camino oscuro junto a tres amigos que reían a carcajadas. El ron barato les calentaba la sangre, y las bromas subían de tono.

Un lamento desagradable rompió la noche en pedazos.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Micaela, un poco alarmada.

—Seguramente un pájaro herido —dijo Rosa.

—O quizá sea la Tulivieja —añadió Ernesto de forma malévola.

—¿Quién? —dijo Micaela, frunciendo el ceño.

—Una bruja vieja, fea como el infierno, que ahogó a su hijo para andar de bandida —explicó Ernesto entre risas—. Ahora vaga por los montes buscándolo por toda la eternidad.

El ruido extraño, mitad graznido mitad lamento, se escuchó de nuevo en la lejanía.

Micaela se detuvo un momento, tambaleándose por el alcohol. Levantó la cabeza hacia el cielo oscuro y gritó:

—¡Óyeme, espanto inútil! Si tanto quieres un hijo, ¡llévate al mío!

Los demás estallaron en carcajadas, pero el eco de sus risas fue cortado por un lamento largo y profundo que hizo temblar los árboles.

—¿Qué fue eso? —preguntó Rosa, asustada.

De la bruma emergió una figura grotesca. Un ser con rostro cadavérico, ojos vacíos y un cántaro sobre la cabeza. Caminaba con pasos pesados hacia ellos.

—¿Quién se atreve a ofrecérmelo? —dijo la figura con una voz hueca que heló la sangre de todos.

Micaela, pálida pero desafiante, dio un paso adelante.

—¿Qué? ¿Vienes a regatear? ¡Llévatelo si quieres! —gritó, todavía riendo.

El ser horrendo se acercó lentamente. Extendió sus manos y dejó el cántaro frente a ella.

—Así sea.

Micaela intentó retroceder, pero sus pies se clavaron al suelo. El cántaro, ahora sobre su cabeza, parecía crecer en peso con cada segundo.

—¡Quítamelo! ¡No puedo moverme! —gritó, mientras los otros corrían, dejando atrás sus risas.

Con el cántaro a cuestas, Micaela llegó tambaleándose a su casa. Tiró la puerta de un empujón.

—¡Alonso! —gritó con desesperación. Una vez pasada la borrachera, sintió el verdadero significado de lo que había dicho—. ¡Perdóname, hijito! ¡Mamá está aquí!

El silencio fue su única respuesta. Recorrió la casa, pero estaba vacía. Ni siquiera su olor infantil quedaba en las paredes.

Desesperada, corrió hasta la casa de su madre.

—¡Mamá, abre! ¡Por favor!

Doña Marta abrió la puerta lentamente, mirando el cántaro con una mezcla de horror y resignación.

—¿Qué hiciste ahora, Micaela? —preguntó con frialdad.

Micaela se derrumbó a sus pies. Entre sollozos y gritos, le explicó todo lo que había ocurrido. La desesperación en su rostro era tan clara como el cántaro que llevaba encima.

—Se lo llevaron, mamá… ¡La Tulivieja se llevó a Alonso! ¡Yo no quería! ¡Dije algo horrible, pero no quería!

Doña Marta negó con la cabeza, los ojos llenos de furia.

—¡Siempre supe que esto pasaría! ¡Eres una desgraciada! ¡Maldigo el día en el que saliste de mi vientre! —gritó, señalándola con un dedo tembloroso—. Ahora vete. No vuelvas hasta que lo encuentres, aunque te tome la eternidad.

—¡No, mamá! ¡Ayúdame! —suplicó Micaela, pero su madre cerró la puerta sin mirar atrás.

Desde esa noche, Micaela fue condenada a vagar por los montes, gritando con el alma desgarrada:

—¿Dónde está mi hijo?

Aunque su voz cada vez se parece más al graznido de un pájaro herido.

En otro rincón del mundo, un niño de ojos tristes comenzó a sonreír por primera vez. Alonso, ahora en los brazos de una nueva madre, vivió rodeado de amor. Su nueva madre, aquella que había pagado con siglos de penitencia, lo crió con devoción.

Y en las noches, cuando alguien escucha un lamento desgarrador, sólo queda cerrar las puertas y recordar esta historia… Fin.

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